XXVIII domingo del tiempo ordinario
Padre de bondad,
Tú que eres rico en amor y misericordia,
que nos enviaste a tu Hijo Jesús para nuestra salvación,
escucha a tu Iglesia misionera.
Tú que eres rico en amor y misericordia,
que nos enviaste a tu Hijo Jesús para nuestra salvación,
escucha a tu Iglesia misionera.
Que todos los bautizados
sepamos responder a la llamada de Jesús:
"Id y haced que todos los pueblos sean mis discípulos".
sepamos responder a la llamada de Jesús:
"Id y haced que todos los pueblos sean mis discípulos".
Fortalece con el fuego de tu Espíritu
a todos los misioneros y misioneras
que en tu nombre anuncian
la Buena Nueva del Reino.
a todos los misioneros y misioneras
que en tu nombre anuncian
María, Madre de la Iglesia
y Estrella de la Evangelización,
acompáñanos y concédenos
el don de la perseverancia
en nuestro compromiso misionero. Amén
y Estrella de la Evangelización,
acompáñanos y concédenos
el don de la perseverancia
en nuestro compromiso misionero. Amén
EVANGELIO DEL DÍA (Lucas 17, 11-19)
Yendo Jesús camino de Jerusalén,
pasaba entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su
encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían:
"Jesús, maestro, ten compasión de nosotros."
Al verlos, les dijo: "Id a
presentaros a los sacerdotes."
Y, mientras iban de camino,
quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a
Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole
gracias.
Éste era un samaritano.
Jesús tomó la palabra y dijo:
"¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha
vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?"
Y le dijo: "Levántate, vete;
tu fe te ha salvado."
TESTIMONIO MISIONERO
SOLO EL SAMARITANO VOLVIÓ A AGRADECER (Lc. 17,18)
Terminaba yo
de desayunar cuando apareció el catequista del pueblo de Zymu (Burkina Faso) y
me anunció que había venido con un grupo, que quería saludarme. Nos instalamos
en el patio de la casa parroquial a la sombra de un árbol. Por sus largas
túnicas blancas y sus gorros redondos percibí que eran musulmanes. El más joven
traía dos gallos blancos – ave que se ofrece sea para los sacrificios, sea para
agradecer a alguien por un favor alcanzado -. Después de los saludos de rigor,
que duran bastante tiempo, pues cada uno se interesa por todos y más después de
15 años de ausencia, el jefe de la delegación, en buen francés, me dice: “Padre
Molina, cuando oímos en nuestro pueblo que ibas a venir a la fiesta de Tugán,
los representantes de la comunidad musulmana nos dijimos: Tenemos que ir a
saludar al Padre y agradecerle lo que hizo por nosotros. Ahora conseguimos
tener una escuela primaria completa de seis aulas, pero si tú no nos hubieras
ayudado para cubrir la primera escuela, aún no tendríamos nada. Por eso en
señal de nuestra gratitud dígnate aceptar estos dos gallos.” Aquel lunes, los
dos pollos alegraron el frugal menú de la comunidad sacerdotal, donde me
hospedé durante mi estancia en mi antigua parroquia.
Ahora os
explicaré el motivo de este agradecimiento. Allá por l986, estaban construyendo
la primera escuela del pueblo. Era un edificio de adobes con tres salas de
aula, lo suficiente para empezar una escuela rural elemental – mitad del ciclo
de la Enseñanza
Primaria Oficial-. Llegados a la altura del tejado, no tenían
dinero para comprar las chapas de zinc o de fibrocemento para cubrir. Hechos
los cálculos, necesitaban unos 1.500
euros. Yo no los tenía, pero me acordé del ofrecimiento que me hiciera una
enfermera francesa cooperante, que trabajó en Tugán. Esta chica era de familia
protestante, su padre era pastor de la Iglesia Reformada
de Francia. Al regresar a su tierra, esta chica se casó con un ingeniero
agrónomo, cooperante como ella, perteneciente a una gran familia católica de
Nîmes. Pues bien, le escribí pidiéndole ayuda. Ella, a través de un tío suyo,
me consiguió la cantidad necesaria, que yo entregué a los musulmanes,
responsables por la construcción de la escuela.
Yo no llamaría
a esto diálogo interreligioso; para mí es sencillamente el diálogo de la vida:
Pasar por el mundo haciendo el bien sin mirar a quién y sin etiquetas
religiosas. Es procurar ser, al estilo de un Charles de Foucauld, el HERMANO
UNIVERSAL. Pero mirándolo bien, tiene gracia que un misionero católico pida
ayuda a una comunidad protestante para colaborar con un colectivo musulmán...
Cuando
la delegación de los musulmanes se marchó, después de los muchos “salamaleques”
de rigor, como es su costumbre, yo me fui a comentárselo al Señor Jesús en la
iglesia. Y parecía, que desde el sagrario, Jesús me recordaba que a Él le
aconteció lo mismo cuando curó a diez leprosos (Lc. 17,11-19) nueve judíos y
uno samaritano. Sólo este último volvió para agradecerle la curación. Jesús
extrañado preguntó: ¿No fueron curados diez? ¿Dónde están los otros nueve?...Solamente
este extranjero ha regresado para agradecer.
Cuántas
penas y fatigas pasé yo en aquellos mismos años ayudando a las Comunidades
Cristianas Rurales por los pueblos del Sahel: pozos, capillas, casas para los
catequistas, salas de reunión, dispensarios y maternidades, etc...Sin contar
los días de evangelización y las horas de ministerio pastoral. Todo eso era mi
trabajo normal, que ante los ojos de los cristianos no merece el
agradecimiento. (Ya se lo pagará al padre, al final de sus días, Dios en el
Cielo). Sólo los musulmanes de Zymu, al cabo de quince años, se acordaron de
venir a agradecer.
El
evangelio se repite: Los hombres del tiempo de Jesús y los de ahora están
hechos del mismo barro. Yo Te alabo, Padre, junto con mis hermanos musulmanes de
Zymu, porque has manifestado a los “pequeños”, lo que no han comprendido los
“grandes”.
(Antonio Molina, misionero de
África)
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